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La Serpiente de Bronce

“Como levantó Moisés la serpiente en el desierto, así también tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna” (Juan 3:14-15).

Los israelitas volvieron a las andadas. Habían estado vagando por el desierto durante un tiempo como resultado de su rebelión contra Dios, ¡y todavía no habían aprendido la lección! “Y comenzaron a hablar contra Dios y contra Moisés: ‘¿Para qué nos trajeron ustedes de Egipto a morir en este desierto? ¡Aquí no hay pan ni agua! ¡Ya estamos hartos de esta pésima comida!'” (Números 21:5)

Retrocedamos un poco y recordemos algunas cosas que ya les habían sucedido a los israelitas. Cuando se quejaron de ser esclavos en Egipto, Dios los liberó. Cuando se quejaron de no tener comida, Dios les dio maná y codornices para comer (Éxodo 16). Cuando se quejaron de no tener agua, Dios les dio agua de una roca (Éxodo 17). Aunque vagaron por el desierto durante 40 años, sus sandalias y sus ropas nunca se gastaron (Deuteronomio 29:5). ¿Te lo imaginas?

¿Alguna vez has conocido a alguien que no pudiera ser feliz? Esos eran los israelitas. Y volvieron a las andadas. Quejándose, y con una completa falta de gratitud por todas las bendiciones que se les habían dado. Si se hubieran parado a pensar en su historia, tal vez habrían recordado que quejarse no siempre les salió muy bien. Y ese es el caso también esta vez.

“Por eso el Señor mandó contra ellos serpientes venenosas, para que los mordieran, y muchos israelitas murieron. El pueblo se acercó entonces a Moisés, y le dijo: ‘Hemos pecado al hablar contra el Señor y contra ti. Ruégale al Señor que nos quite esas serpientes'”. (Números 21:6-7)

Así que Moisés oró por el pueblo, y se le ordenó: “Hazte una serpiente, y ponla en un asta. Todos los que sean mordidos y la miren vivirán” (Números 21:8-9). Y eso fue precisamente lo que ocurrió. Moisés hizo la serpiente, la puso en un poste en el campamento, y “los que eran mordidos miraban a la serpiente de bronce y vivían” (v. 9).

El punto de Jesús

Las palabras de Jesús citadas al principio de este artículo van seguidas inmediatamente por el que quizá sea el versículo más conocido de la Biblia: Juan 3:16. Así es como se lee ese versículo (en contexto) en El Mensaje. Por favor, tómese su tiempo para leerlo detenidamente y reflexionar sobre él:

“Así amó Dios al mundo: le dio a su Hijo, su Hijo unigénito. Y por eso: para que nadie sea destruido; creyendo en él, cualquiera puede tener una vida plena y duradera. Dios no se tomó la molestia de enviar a su Hijo sólo para acusar al mundo y decirle lo malo que era. Vino a ayudar, a enderezar el mundo. Quien confía en Él queda absuelto; quien se niega a confiar en Él hace tiempo que está condenado a muerte sin saberlo. ¿Por qué? Por no haber creído en el Hijo de Dios cuando se le presentó”. (Juan 3:16-18)

¿Lo has entendido? Jesús vino al mundo no porque seamos personas estupendas que siempre hacemos lo que debemos y nunca nos quejamos. No, vino porque Dios nos ama tal como somos. Vino al mundo para que pudiéramos aceptar su regalo y obtener la vida eterna. Vino para vencer al pecado y a la muerte. Vino porque nos ama.

Vaya. No puedo evitar responder con un estribillo que aprendí de niño:

Gracias, Dios, por la salvación;

Gracias, Dios, por tu gran perdón;

Gracias, Dios, por darme a mí

La vida eterna, oh, ¡gloria a ti!

(Trad. por Teresa de Reed Seth, letra y música de Seth y Bessie Sykes)

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