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Yahvéh-Mekaddesh – El Señor que Santifica

“Conságrense a mí, y sean santos, porque yo soy el SEÑOR [YHWH] su Dios. Obedezcan mis estatutos y pónganlos por obra. Yo soy el SEÑOR, que los santifica [YHWH Mekaddesh]”[1] (Levítico 20:7-8).

Este nombre de Dios se revela en el contexto de las leyes que Dios dio a los israelitas cuando se preparaban para entrar en la Tierra Prometida. Las leyes incluían todos los diversos sacrificios que debían ofrecer, cuándo y cómo ofrecerlos—esencialmente cuándo y cómo adorar a Dios; qué alimentos podían y no podían comer; cómo tratar diversas enfermedades y funciones corporales; las relaciones entre esposos y esposas, padres e hijos, y vecinos; la observancia de días especiales; el crimen y el castigo; y mucho más. 

Suena como si Dios estuviera siendo un aguafiestas cósmico, ¿no es así? Pero la verdad es mucho más profunda que una simple lista de lo que se debe y no se debe hacer.  

Verás, los israelitas habían sido apartados (santificados) por Dios para ser su propio pueblo. Pero estaban a punto de ir a un país ya habitado por gente que no adoraba al verdadero Dios de Israel. Adoraban a dioses falsos y practicaban su religión de una manera que era simplemente abominable para Dios. A través de estas leyes, Dios estaba erigiendo barandas para mantener a los israelitas a salvo. Mientras obedecieran, permanecerían bajo su cuidado. Pero si se desviaban de esas leyes, dejaban su protección y eran vulnerables a todo tipo de mal.

Viviendo dentro de la ley que Dios había establecido para ellos, encontrarían “plenitud de alegría; a la derecha [de Dios] hay placeres para siempre” (Salmo 16:11). 

Sabemos por la historia registrada en el Antiguo Testamento que los israelitas no tardaron en abandonar las leyes de Dios por los placeres que se encontraban en la adoración de los falsos dioses. Se negaron a ser el pueblo santificado de Dios, apartado para Él. En cambio, eligieron los placeres del pecado en lugar de las promesas de Dios. En unos pocos cientos de años Dios les retiró su gloria, la señal visible de su presencia [Ezequiel 10:18]. Estaban solos.

Pero Dios. Sabemos por el libro de Hebreos que la santificación ofrecida a través de la obediencia a la ley era, en el mejor de los casos, temporal, y tenía que repetirse una y otra vez. “Ya que es imposible que la sangre de los toros y de los machos cabríos quite los pecados” (Hebreos 10:4). Esas cosas son “solo una sombra de los bienes venideros y no la presencia misma de estas realidades”(Hebreos 10:1). 

Pero Dios ya había puesto en marcha un plan asombroso para lidiar con nuestro pecado, para hacernos santos. Él hizo el plan antes de que el mundo existiera (1 Pedro 1:19-20.) Él dio la promesa en el Jardín del Edén de que un día el pecado sería derrotado (Génesis 3:16). Él anticipó su plan cuando le proporcionó a Abraham el carnero como sustituto de su hijo. “Pero, cuando se cumplió el plazo, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley,”(Gálatas 4:4-5). 

Cuando Jesús fue a la cruz, “después de ofrecer por los pecados un solo sacrificio para siempre” (Hebreos 10:12). Jesús cumplió todas las leyes que Dios había establecido para su pueblo. Todas esas leyes que no habían cumplido una y otra vez. Todas esas leyes que demostraban el enorme abismo que existía entre el Dios santo y el pueblo impío. Ahora, Hebreos 10:10 nos dice, “Somos santificados mediante el sacrificio del cuerpo de Jesucristo, ofrecido una vez y para siempre”.

Pero la santificación es un proceso que dura toda la vida. Comienza con la salvación, pero continúa a lo largo de nuestra vida mientras trabajamos para conformarnos a la imagen del Hijo de Dios (Romanos 8:29). La buena noticia es que no nos santificamos—y no podemos hacerlo—por nuestro propio esfuerzo. Más bien, ocurre a través de la obra del Espíritu Santo en nuestras vidas. Tony Evans dice: “La santificación es el proceso por el cual Dios nos aparta del pecado y de la injusticia y nos hace partícipes de su persona y de sus propósitos. Él nos hace únicos, apartados y santos”.[2] Es la obra de Dios en nuestras vidas.

“Que Dios mismo, el Dios de paz, los santifique por completo, y conserve todo su ser —espíritu, alma y cuerpo— irreprochable para la venida de nuestro Señor Jesucristo. El que los llama es fiel, y así lo hará” (1 Tesalonicenses 5:23-24).

Y no sólo eso, sino que podemos estar “convencido de esto: el que comenzó tan buena obra en ustedes la irá perfeccionando hasta el día de Cristo Jesús” (Filipenses 1:6).Ese mismo Dios es vuestro Yahvéh-Mekaddesh, el Señor que nos santifica cuando “cada uno de ustedes, en adoración espiritual, ofrezca su cuerpo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios. No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente. Así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta” (Romanos 12:1-2).

  1.  También se escribe, por ejemplo, Mekaddeshkim, Mekadesh, M’kaddesh. Véase el artículo complementario “¿Quién es Jehová?” para explicar por qué utilizo Yahvéh en lugar de Jehová, excepto en el material citado.
  2.  Tony Evans, The Power of God’s Names  (El Poder de los Nombres de Dios) (Harvest House Publishers, Edición Kindle) p. 146.

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